—No
puedo creer lo que dices —afirmé, sorprendido por lo que mi compañera me
contaba acerca de la última conversación que había mantenido con mi jefa.
—Sánchez,
cuando fui a su despacho, para preguntarle si me encargaba de tu sección, tal
como me dijo que podía pasar, tuve esa conversación. Como te la he contado.
—¡Vaya!
—No podía evitar seguir sorprendido—. Entonces, ¿crees que me dirá algo?
—En
breve. Seguro. La tienes en el bolsillo —hizo una pausa—. Después de todo lo
que liaste, que siga confiando en ti es una suerte.
—¿Suerte?
—Bueno,
realmente es la consecuencia de ser tan bueno escribiendo —se sonrojó.
Percibí
la mezcla de timidez y vergüenza, pero no podía dedicarme a ella en ese
momento. Preferí acomodarme en la silla de la terraza en la que estábamos
tomando café, mi compañera y yo, y me recreé en sus palabras:
«Es
muy bueno. No puedo prescindir de él. Cuando escribe pone cachondo a todo el
que lo lee. Yo misma, después de leer alguno de sus artículos he tenido que
solucionar la excitación que sentía».
Mi
jefa reconociendo a mi compañera que, en más de una ocasión, se ha masturbado
pensando en mí. Cuando me lo contó no pude ser más feliz. Yo tenía razón, el
deseo existía por ambas partes, aunque entendiera que no podía manifestarlo
abiertamente. Yo, al fin y al cabo, solo era un becario a sus órdenes, si bien
se estaba abriendo una puerta muy interesante para mis intereses personales, y
sexuales, con ella.
Es
cierto que alguna de las soluciones que buscó para saciar su deseo no terminó
de gustarme:
«En
una ocasión solicité cita con mi masajista, un amigo muy especial, después de
leerle. Él podía solucionar mi necesidad. Mientras me masajeaba recordaba
alguna de las escenas que Sánchez había creado, y obtenido de esa mente tan
especial. Ese día, después del masaje, le eché un polvo brutal a mi masajista.
Créeme, fue increíble».
Con
todo, tampoco me iba a detener en estas pequeñeces. De momento no existía
ningún compromiso entre nosotros, y ambos actuábamos con la libertad de dejar
que nuestra sexualidad inundara a quien apareciera por nuestras vidas en el
momento exacto, cubriendo la necesidad concreta que no podíamos saciar juntos.
—Siempre
pensé que a ella le gusto —afirmé.
—No es
esa la conclusión que debes obtener de esta conversación —contradijo mi
compañera.
—¿Ah,
no? ¿Y cuando te contó que «me pone muy cerda ser la protagonista de las
fantasías de Sánchez»?
—Pero,
Sánchez, debes entender que…
No la
dejé continuar, y volví a mi mundo interior, en el que me dejé seducir
imaginando con qué tono de voz diría lo de ponerse muy cerda, la excitación que
habría sentido al comentarlo, y si había mojado las bragas a rememorarlo,
comprobando que era la reina de mis sueños. En fin…
¿Qué
sabría mi compañera de nuestra historia? La relación entre nosotros era tan
especial, no era comprensible para los demás. Y menos ahora que ella, al fin,
dejaba la puerta abierta. Esa puerta que tanto deseaba alcanzar, dejando atrás
las fantasías y sueños y comenzando una aventura real con ella, con mi jefa.