«Dejó caer el tirante izquierdo de su vestido y, a continuación, el de su brazo derecho. Cuando la prenda llego a sus pies, ante mi se encontraba su cuerpo, espléndido, joven y casi diáfano. Solo una breve braga restaba por expulsar de un desnudo integral, maravilloso, que había creado para mí.
Me miró, a penas fue un leve soslayo, que acompañó de una sonrisa que me invitaba, aún sabedora de que no podía ir. Debía quedarme en el sillón, sin dejar de contemplarla, sin evitar que unas primeras lágrimas de emoción brotaran de mis ancianos ojos, que no deseaban otra cosa que memorizar cada parte de esa juventud insolente, etérea, apenas liberada de la edad en que hubiese sido delito la escena que se estaba representando en la habitación de hotel donde nos escondíamos.
Delito ya no era, tan solo por uno días. Pecado seguro que sí, e inmoral, quizás. Pero condenado al infierno, no me importó abandonar mi mirada a un recorrido por sus pies, escasos, pequeños, llenos de lujuria, que una mente trastornada como la mía podía apreciar. Por sus piernas, recorridas con el sufrimiento de la lentitud para comprobar una piel tersa, que deseaba acariciar, deseaba llegar a la meta. Y al fin su sexo, ajeno a cualquier vello que impidiera ver la estrechez del lugar seguro, donde su néctar saciaría mi sed.
¿Después?
Seguí buscando rincones, escondidos entre sus nalgas, que mostró danzando ligeramente ante mi vista cansada, no de ella, sino de los años que se acumulaban. Su pequeño culo cabría en una de mis manos, porque la otra subiría por su espalda para atrapar el cabello rubio que cubría gran parte de la zona que besaría, que lamería.
¿Después?
Continué, excitado, buscando sus breves senos, y sus pezones, apenas insinuados en la obra de arte que se acercaba. La invité a venir, a arrodillarse ante mí para que sus labios acogieran mi enseña, el motivo de mi locura. Deseaba que se transformara en la puerta de entrada con su boca, que preferí imaginar grande, a la gruta que sería la garganta profunda donde poder finalizar mi viaje».
—Es espectacular —aseveró mi compañero—. Ahora entiendo que hayas batido el récord de visitas.
Se refería al hecho de que mi último artículo hubiese superado, en más de un veinte por ciento, el mejor registro de una entrada a artículos eróticos de sagas, como denominaba la directora a secciones como la mía, en la que un protagonista iba contando sus andanzas sexuales, manteniendo un hilo conductor en cada uno de los artículos que se iban editando.
—Muchas gracias —Respondí.
—Ahora entiendo, Sánchez, que tengas a la jefa entregada a ti.
—Bueno… —Sonreí, para no terminar de decirle que ya me gustaría que fuera así.
—Te digo yo que se ha corrido de gusto. Y además te lo va a decir. Prepárate.
—¡Qué bruto eres!
—¡Sánchez, ven a mi despacho! —La voz de mi jefa surgió, de repente, desde el final del pasillo, donde se hallaba.
—Las bragas mojadas del todo. Si lo sabré yo —vaticinó el compañero.
Lo abandoné regocijándose en lo que pudiese pasar a continuación. Corrí en su dirección. Solo pensaba que no me importaría ser quien, de rodillas ante ella, comprobara tan excitante posibilidad.
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