La llamé. Ignoro el motivo que me condujo a citarme con ella en el chiringuito de aquella playa, que fue testigo de mi hundimiento. Algo más de lo que ya había descendido a la sima desde mi última entrevista con la directora.
No
olvidaba que a ella le iba el sexo con fuerza, y yo lo que necesitaba era una
forma de canalizar mis fantasmas. Llevaba una semana de vacaciones y, tal como
me exigió mi jefa, no mantuve ningún contacto con la empresa.
A ver,
recapitulemos. Ahora que estoy solo en la habitación del hotel, que ya ha
pasado lo peor, no voy a seguir mintiendo. Claro que conocía el motivo. Después
de que la directora de la revista me planteara la disyuntiva entre tomar unas
vacaciones o irme a la calle despedido, no dejé de pensar en ella, con rabia,
con odio, despechado. Masturbarme pensando cómo la follaría no mejoraba mi
inquietud.
Por
esa razón quedé con aquella mujer que me lo había enseñado todo sobre el
sadomaso. La cité para follar, para qué si no, y después de recibir una gran
cantidad de golpes, órdenes y humillaciones, me tocó a mí.
—Ponte
a cuatro patas.
—¡Estás
cachondo, ¿eh, guarro? —Era su forma de mantener el nivel alto.
Se
puso como le ordené y, agarrándola fuerte por las caderas, empecé a empujar con
toda mi energía.
—¡Cómo
te gusta, zorra!
—¡Eh,
sí que me gusta, pero no golpees tan fuerte!
—Vamos,
pídeme más —golpeé con más fuerza su culo.
—¡Sánchez,
lleva cuidado! —Me avisó, sin dejar de follar en ningún momento.
—Vamos,
jefa, dime ahora que me quieres echar —comencé a delirar.
—¡Tío, deja de pegarme! —Gritó.
—Venga
jefa, que sé que te gusta.
Me
metió tal hostia, que aún me duele cuando me paso la mano por la mejilla
izquierda.
—¿Tu
jefa, gilipollas? ¿Así que es verdad que estás como un cencerro, como cuentan por
la revista?
Me
empujó, me dio una patada en los huevos, y me dejó lamentándome, arrodillado en
una esquina de la habitación.
—Cuando
la jefa se entere de esto sí que te va a echar, imbécil.
—No,
por favor, hagamos un trato —Susurré, porque la voz era incapaz de salir del
cuerpo, por el dolor que sentía.
Cuatro
horas después, tras una retahíla de ruegos, lamentos y más lágrimas, ella pudo
apalizarme con ganas. Se vengó a gusto, aunque reconozco que no estuvo nada mal
el placer que, al final, alcanzamos. Ella hizo lo que más le gustaba,
humillarme, y yo seguí caminando por esa línea extremadamente fina que separaba
el deseo por mi amada de la locura debida a ese mismo deseo.
—No
será por mí por quien se entere, Sánchez, pero lo tienes muy jodido. Eso sí, follar
contigo después de humillarte es muy bueno.
—Gracias
—No se me ocurrió nada más que decir.
—No,
hombre, gracias a ti, que me da que voy a poder disponer de tu cuerpo a menudo
—me lanzó una extraña sonrisa.
En ese
instante dejé de pensar.
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